Hell Salvador (infierno El Salvador) es una expresión muy popular que sirve para describir lo que sentimos muchos de los que vivimos hoy en El Salvador. En este momento, ser periodista o persona defensora de derechos humanos implica una tanda gratuita de ataques, amenazas y, en el peor de los casos, vigilancia, persecución o una detención arbitraria.
En mayo, en el llamado pulgarcito de América, se consolidó la dictadura “cool” de un régimen que durante seis años ha desmantelado toda forma de democracia. Nayib Bukele se quitó la máscara y decidió ejercer el poder con las herramientas clásicas de un dictador: cooptación de los poderes del Estado, reelección inconstitucional, persecución política, represión a la protesta social, y censura a los medios no alineados.
No es exageración ni retórica, es un llamado urgente, basado en hechos verificables, a una gran parte de la comunidad internacional que —tan vocal en otros contextos— guarda hoy en día un silencio que incomoda, que duele y que la hace cómplice por omisión.
El recrudecimiento de los ataques comenzó el 25 de febrero con la captura del activista Fidel Zavala, quien luego de estar en prisión se dedicó a denunciar las tortura y maltratos al interior de los penales en El Salvador. Aún sabiendo lo que le podía tocar, Zavala interpuso una demanda contra el viceministro de Seguridad Pública y el director de Centros Penales, Osiris Luna, por abusos contra las personas privadas de libertad. Ser crítico le costó su libertad.
Así empezó mayo. El primer día del mes, El Faro publicó una investigación en donde un líder pandilleril cuenta desde el exilio —facilitado por el propio gobierno salvadoreño — cómo el régimen de Bukele pactó con ellos. Si bien no es la primera vez que la prensa revela cómo los gobernantes han realizado pactos con estos grupos criminales para tener el control de la narrativa sobre sus logros en planes de seguridad, sí es la primera vez que un pandillero de alto perfil relata con detalles una serie de hechos que no cayeron en gracia en las oficinas de Casa Presidencial. ¿La respuesta? Perseguir al mensajero.
Durante una transmisión en línea el director de dicho periódico, Carlos Dada, advirtió la posible ejecución de órdenes de captura contra los siete periodistas que participaron en la publicación por parte de la Fiscalía General de la República (FGR), situación que forzó la salida de varios de sus periodistas. La denuncia fue hecha el 3 de mayo, el Día Mundial por la Libertad de Prensa (WPFD, por sus siglas en inglés). Un símbolo lamentable de que ejercer el periodismo en El Salvador es hoy un acto de alto riesgo.
La ola creciente de agresividad no surge de la nada. En su informe anual de 2024, la Asociación de Periodistas de El Salvador (APES) reveló que siete de cada diez periodistas enfrentan algún tipo de ataque por parte de un funcionario público. El dato más alarmante es el aumento del 154% de atención de casos, con 789 agresiones contra la prensa en 2024 frente a 311 documentadas en 2023.
Los datos coinciden con la divulgación de la Clasificación Mundial de Libertad de Prensa de Reporteros Sin Fronteras, que clasifica a El Salvador en la posición 135 de 180 países (siendo 1 el mejor y 180 el peor para ejercer periodismo).
Y este año ya es peor. Solo en mayo de 2024, la APES ha registrado aproximadamente 30 movilizaciones preventivas o desplazamientos forzados de periodistas que tienen temor al abuso de los cuerpos de seguridad. Hay hasta nombres de personajes ligados a la policía que están detrás de operativos de amedrentamiento en contra de defensores y periodistas.
En 2019, cuando Bukele asumió la presidencia, El Salvador se encontraba en la posición 81, cayó 54 puntos en seis años. Pero defender derechos también es un crimen. El 12 de mayo familias de la comunidad El Bosque protestaron en las cercanías de la residencia del presidente, ubicada en Los Sueños, un lugar en donde hay un elevado número de militares y hasta una tanqueta en la entrada de la residencia de un país que se dice ser “el más seguro del mundo”.
La comunidad, quien enfrenta una orden de desalojo, en su desesperación optó por lo único que les queda a quienes no tienen nada más que perder: salir a las calles y exigir sus derechos. La respuesta fue violenta: irrupción policial y militar, golpes a líderes y lideresas comunitarios, así como agresiones a representantes de organizaciones sociales, lo que terminó con la captura del pastor evangélico José Pérez y un día después del abogado ambientalista Alejandro Henríquez.
Nuevamente el régimen hizo uso del poder para silenciar a quienes reclaman derechos fundamentales. “La represión no debe ser la respuesta a demandas sociales legítimas. Lejos de ofrecer una solución al fondo de las demandas, aumenta la tensión y deteriora la confianza en las instituciones”, señaló un comunicado de Amnistía Internacional y otras organizaciones internacionales de derechos humanos.
Bukele, no conforme con las detenciones, anunció desde su cuenta en X (al estilo “Aló presidente” de Hugo Chávez) que enviaría al congreso (dominado por su partido) la propuesta de Ley de Agentes Extranjeros (LAEX). La Asamblea Legislativa cumplió la orden y aprobó una Ley de Agentes Extranjeros que incluye un impuesto del 30% sobre todas las donaciones hacia estas ONG.
Se aprobó de forma exprés y sin discusión. La ley es contundente. Está diseñada para asfixiar a organizaciones sociales, medios independientes y colectivos que reciben cooperación internacional. En pocas palabras la LAEX es una extorsión ante cualquier persona u organización de derechos humanos que le sea incómoda al régimen. La Ley obliga a cualquier persona natural o jurídica que esté vinculado a una organización a inscribirse en el Registro de Agentes Extranjeros y habilita sanciones desde los 100 mil dólares hasta la cancelación de la personería jurídica por actividades que —según una definición ambigua— puedan “alterar el orden público” o influir políticamente desde fuera del país (art.9.b). En la práctica, se trata de un mecanismo legal para vigilar, sancionar y eventualmente silenciar a toda organización que haga contrapeso al poder. De esta forma queda claro que el régimen utiliza las leyes como castigo ante la protesta social.
Esta no es la primera vez que el oficialismo intenta imponer esta normativa. En 2021, el gobierno presentó una propuesta similar, pero la presión internacional fue inmediata. Embajadas como la de Alemania advirtieron que suspenderían programas de cooperación si se aprobaba una legislación de este tipo, y diversos actores multilaterales —incluyendo agencias europeas y relatorías de la ONU— expresaron su rechazo.
La iniciativa fue archivada ante el costo diplomático. Pero esta vez, en mayo de 2025, el gobierno ha logrado lo que no pudo entonces: aprobar sin resistencia una ley que replica esquemas aplicados en Rusia y Nicaragua, donde este tipo de legislación ha sido utilizada para criminalizar el trabajo social, cerrar a organizaciones sociales y eliminar las voces disidentes.Lo más alarmante es que, a diferencia de 2021, hasta la fecha no ha habido una sola reacción pública de un buen sector de la comunidad internacional.
Ni embajadas, ni organismos multilaterales, ni agencias de cooperación han condenado —al menos públicamente— la aprobación de una ley que representa una amenaza frontal al derecho de asociación, la libertad de expresión y el trabajo de defensa de derechos humanos. Ese silencio no solo es preocupante: podría representar un síntoma de la nueva normalidad diplomática frente a regímenes autoritarios que, como el salvadoreño, siguen concentrando poder bajo la narrativa de orden, eficiencia y desarrollo.
El punto de quiebre llegó la noche del 18 de mayo, cuando agentes policiales capturaron a la abogada Ruth López, directora anticorrupción de Cristosal y una voz crítica del régimen. Ruth fue reconocida en 2024 como una de las 100 mujeres más influyentes en el mundo por la BBC. La captura fue realizada al filo de la medianoche, no por estrategia, sino por miedo: El régimen persigue en silencio lo que no puede enfrentar de día. Su detención es una señal inequívoca de que la persecución política ya no es una amenaza, sino que puede empezar a ser una política de Estado.
Tres días antes, el 15 de mayo, un grupo de organizaciones aglutinadas en la Mesa por el Derecho a Defender Derechos publicó un informe en donde documentaron 533 agresiones contra periodistas y personas defensoras de Derechos Humanos. “Cesar la persecución y criminalización de las personas defensoras de derechos humanos y periodistas por parte de la FGR, evitando las detenciones arbitrarias, el allanamiento a sus viviendas y la persecución por el ejercicio de la libre expresión y asociación, así como también respetar el trabajo de investigación periodística”, dice una de las recomendaciones. Nada de estos hechos explicados en este artículo pueden explicarse como “errores aislados”, responden a un patrón y a un método.
Lo más grave es que todo esto ocurre ante el silencio de una gran parte de la comunidad internacional. Países y organismos que antes defendían la democracia, los derechos humanos y el Estado de Derecho, hoy se limitan a declaraciones diplomáticas vacías —cuando las hacen— o se acomodan a la narrativa oficial. Mientras Bukele se presenta en foros internacionales como garante de la seguridad, su gobierno ejecuta una estrategia sistemática para erradicar cualquier forma de oposición.El Salvador no va hacia una dictadura, ya está en ella y se convierte en la segunda dictadura Centroamericana.
¿Dónde están ahora las embajadas que financiaron programas de fortalecimiento democrático? ¿Dónde están las agencias de cooperación que impulsaron el periodismo independiente y la protección de personas defensoras? ¿Acaso la nueva diplomacia es la indiferencia ante las dictaduras eficientes? Las únicas voces críticas en ese entorno son las de las organizaciones internacionales de Derechos Humanos, a ellas les decimos: gracias por respaldarnos.
Y frente a este escenario, las organizaciones sociales, periodistas, abogados y ciudadanos que aún resistimos tenemos una única certeza: el silencio no es una opción. Quienes creemos firmemente en un Estado de derecho tenemos el deber de hablar, incluso cuando el costo sea alto, porque si callamos hoy, mañana ya no habrá nadie que pueda hablar.