El denso olor a pollo frito de la propaganda
Mientras muchos seguimos sin saber cómo ayudarle a la población a digerir términos inoloros y abstractos como “democracia”; la narrativa de la emoción sigue golpeándonos la nariz.
Willian Carballo
El olor a Pollo Campero no tuerce tabiques ni rompe huesos, pero es un puñetazo en la nariz. Es denso. Es potente. Es asqueroso. Es exquisito. Guácala, qué rico. A mí me encanta. Me recuerda cuando, de niño, mi mamá me premiaba un nueve en un examen con dos piernitas de esas anaranjadas, carnositas y aceitosas que reposaban a la par de una montañita de repollo con mayonesa y un fajo de tiritas de papas fritas bañadas en kétchup, en aquel viejo restaurante sobre la calle Rubén Darío, en el centro de San Salvador. De hecho, buena parte de los salvadoreños y los guatemaltecos, sobre todo, sentimos ese cariño nostálgico, casi filial, por ese aroma. Esa esencia que conocimos de pequeños y no entiende de delicadezas, que se aferra a nuestras fosas nasales como una garra, que las penetra, que las profana, que las enamora y que luego nos marca la memoria como la mejor de las sobremesas −la mejor− y se luce como el mayor ejemplo de marketing sensorial que un centroamericano haya parido jamás. Un olor que la narrativa oficial aprovechó muy bien para sacarle rédito propagandístico.
Tanto nos gusta ese aroma que, cuando El Salvador −igual que Guate, donde nació la cadena de restaurantes− empezó a sufrir de hemorragia poblacional y sus hijos e hijas se fueron a chorros para Estados Unidos huyendo de la pobreza y las balas, a casi todos ellos les entró una terrible nostalgia. Por eso, nomás obtuvieron documentos, vinieron a reclamar su pasado. Y si bien arribaban con maletas cargadas de regalos −las que sobrinos y hermanos vaciábamos con hambre carroñera para afianzar los suéteres más calientes y los casetes de Nintendo más nuevos−, ellos también se iban con sus propios souvenirs de regreso. Trueque patriótico-transcultural, podríamos llamarle.
Pronto empezaron a regresar a Maryland, a Nueva York o a California con discos de Los Hermanos Flores, camisas de La Selecta, bolsitas de churritos Diana, decenas de pupusas congeladas y, claro, con el Balón de Oro del mercado nostálgico: una cajita −que luego fue una bolsa− decorada con un pollo simpaticón y sombrerudo. Dentro de ella, aún caliente, iba su propio país, empanizado y seccionado en doce piezas. Ese paquete se volvió un símbolo. Su aroma empezó a esparcirse por muchos aviones, sin que exista Lysol que haya sido capaz de vencerlo; y se convirtió en el pasaporte de identificación invisible, pero sensible a la nariz, con el que pilotos, sobrecargos y otros pasajeros nos identificaban.
Acá unos cuantos datos fríos al respecto: un estudio de la Escuela Mónica Herrera, sobre consumo mediático y nostálgico entre salvadoreños en Estados Unidos, reveló que 34 % de los encuestados suele regresar al país donde vive con piezas de Pollo Campero (solo son superadas por quesos, dulces, pan y pupusas). Y lo transportan desde acá pese a que, de acuerdo a la misma investigación, la mayoría de migrantes aseguró que es “accesible” comprar productos nacionales allá. De hecho, con 82 restaurantes en la nación del norte, comerse un muslo crujiente donde el Tío Sam no es misión imposible. Aun así, la marca generaba al año cerca de 400 mil pedidos para llevar desde las sucursales en los aeropuertos internacionales de El Salvador y Guatemala, antes de la pandemia, según Los Angeles Times. La razón era casi unánime: el cocinado en casa sabe mejor que el que juega de visita.
Por eso no extraña que, en las últimas semanas, se volviera viral la noticia que afirmaba que supuestamente algunas líneas aéreas cobraban extra por llevar una bolsa del ave frita empacada en cabina. Es un detalle pequeño, pero molesto. Es una espinilla en la nariz que a muchos les parecerá una tontería, pero, si tenemos en cuenta el contexto histórico-cultural recién explicado, se entiende por qué duele en la cara entera y por qué trasciende lo meramente económico y se convierte en un asunto de simbolismos, de egos identitarios. Algo parecido a cuando alguien ningunea al “Mágico” González, el gran futbolista salvadoreño; o como cuando un país vecino se quiere apropiar de las pupusas, platillo típico nacional.
Al enterarse de la afrenta económica-cultural, la maquinaria estatal salvadoreña abrió sus fosas nasales y reconoció el aroma del golpe mediático que podían dar. Sin perezas, ejecutó una de esas acciones en las que, hay que reconocerlo, tiene título de maestro parrillero: encontrar esas astillas que se clavan en los pies de los ciudadanos, que no siempre van a matarlos; pero que molestan, que los joden cuando caminan y que, si alguien se las saca, se convierte −sin mayor análisis racional− en su héroe (como ir tras quien maltrató a un perro u ofrecer agilizar un proceso de adopción de una bebé en un caso popular en redes sociales). ¿Cuál fue el plan esta vez? Mandar a la Comisión Ejecutiva Portuaria Autónoma (CEPA) a eliminar el cobro extra. Una vez anunciado el trato, los compatriotas sonrieron. Sonrieron, porque ganaron. O, más bien, “porque los hicieron ganar”. Y el héroe ofrecido desde la narrativa oficial como el artífice de ese triunfo no llevaba sombrero ranchero, como la mascota del Pollo, sino barba y una gorra.
En el medio hay un contexto que no se puede obviar: quienes ostentan el poder tienen especial interés por los beneficios electorales que la diáspora pueda generar. Los estrategas políticos saben que, para buena parte de la comunidad salvadoreña en el exterior, el rostro del presidente del país estampado en camisas es tan popular como los cuelgallaves decorados con el estilo de Fernando Llort y las postales de playa El Tunco. Ya en 2019, en el citado estudio de la Escuela Mónica Herrera, el nombre del mandatario asomaba levemente como una de “las figuras que más nos representan internacionalmente”, junto a Álvaro Torres o el “Mágico”, entre otros. Y según el Centro de Investigación y Estudios sobre temas Políticos, Sociales y Económicos de la Región Centroamericana (CIESCA) −que el mismo Gobierno difundió y, por lo tanto, valdría la pena mirar con cautela− nueve de cada diez salvadoreños en el exterior apoya su gestión.
¿A dónde quiero llegar? Que consentir a ese migrante que ama su pollo frito, sus pupusas, sus playas y su cumbia es, en efecto, un gran golpe propagandístico que viene bien a pocos meses de las elecciones. La medida ayuda a los compatriotas, sí. Sería tonto negarlo. Sin embargo, es importante abrir la mirada y darse cuenta de que, además de obviar otros problemas graves de nuestro espacio aéreo comercial −como costos casi transatlánticos en trayectos enanos−, existe un evidente uso político de la decisión que busca apelar a soluciones fáciles y emocionales, pero olorosas, en lugar de abordar temas más complejos.
Revertir esa narrativa de lo aromático, de las emociones y sensaciones, es uno de los grandes retos de una oposición política que todavía anda pensado en patrias sí, comunismos no y en pueblos unidos, jamás vencidos. Lo mismo ocurre con la academia y la mayoría de medios de comunicación. Seamos francos: términos como “democracia” y “Estado de derecho”, que seguro hacen más falta que doce piezas de pollo en el avión, siguen, por desgracia, sabiéndole a la mayoría de ciudadanos a almuerzo de hospital, a lechuga sin aderezo, a apio con güisquil. No huelen ni saben a nada. Y ni la oposición sabe cómo cocinarlos, ni las universidades ni los medios, más preocupados por preparar platos gourmet en un elitista mundo intelectual, tampoco hemos sabido empanizar a tiempo para que los entendamos y nos los comamos con papas fritas.
Del otro lado, en cambio, nos llevan años ahumando con temas menos abstractos. O si lo quieren ver como metáfora: llevan años apostando por ese denso, potente, asqueroso y rico olor del pollo frito que no va a trasparentar los gastos públicos ni va a fortalecer la democracia, para desilusión de a quienes sí nos interesa; pero sí nos va a recordar aquella vez cuando, de niños, ese aroma nos dio un golpetazo en la nariz por primera vez y ya nunca más se fue. Y en ese restaurante de las emociones, el oficialismo es el chef estrella. Y en esa mesa, por desgracia, todavía se sientan muchos a comer sin preguntar.
*Willian Carballo (@WillianConN) es investigador, catedrático, periodista y ensayista salvadoreño. Doctorando en Sociedad de la Información y el Conocimiento y máster en Comunicación. Actualmente es coordinador de Investigación de la Escuela Mónica Herrera y docente de la Maestría en Gestión Estratégica de la Comunicación de la UCA.