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El muro del Sur
Al llegar a la estación migratoria hay de dos sopas: o vas a sellar tu pasaporte —si es que tenés uno, claro— o le untás las manos a los policías fronterizos que suelen estar sentados bajo la sombra de un árbol esperando que llegue su sustento diario. De manera que, cuando los oficiales vieron asomar nuestro autobús, salieron de su letargo y se prepararon para ganarse el pan. Salvo mi compañero de recorrido —con su pasaporte mexicano— y yo, el resto se formó en una cola para comparecer ante los agentes, cada quien con sus documentos de viaje, entiéndase billetes, en la mano.

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